Como ciudadano algo más que honesto, tal vez en nada prudente, y desde esta república ya dos veces centenaria, quisiera referirme sobre los derroteros en los cuáles hoy nuestras adolescencias andan; éstas en cuanto grupos humanos identificables en su amplitud y particularismos. Muy en concreto, doy cuerda a esta lengua mía a partir de unas acotaciones que un grupo de líderes adolescentes, ellos muy tomados en garbo, hicieran en una gaceta de prensa regional con respecto a un tema netamente de contingencia. No quiero, digámoslo, entrar a lidiar sobre la forma y el contenido de lo planteado por estos, me da igual. Menos detenerme en lo que pretendieron decir, esbozar o simplemente boquear; a título de quién sabe qué perspectiva. Más bien, y por cariños a lo profundo que se pueden poner las cosas, y ante nuestra aún novata sociedad dialogante (ya que la intolerancia, el espanto y el ninguneo son pan cotidiano), quiero tratar un asunto de suyo confuso –aunque quizá no tanto: cómo los y las adolescentes se están tomando las cosas del vivir.
Dante en su obra Il Convivio, señala que la adolescencia es un momento de la vida caracterizado por la suavidad. Asimismo será benevolente, amistosa. Aflora en ella una conducta notoriamente dada a la obediencia, es decir, se advierten indicios de ob-ediencia, ob audire, audiencia, escucha. Pero hay una “pasión” rectora que cruza esta edad: la vergüenza. Ella abre una antesala que nos redime de caer a primeras en el complejo convivir de los hombres y mujeres. En ese espacio previo que se crea –incitado o no–, son donados la reverencia, el retraimiento, la reflexión (elementos esenciales de cualquier espíritu noble); por supuesto que sus contrarios también. Lo que la vergüenza puede plantear para el desarrollo tanto de la razón como también del corpo (que es belleza y esbeltez en las mocedades), a fin de originar sentido a partir de lo que el contorno ofrece, pasa de ser hoy todo lo contrario. En lo cierto, se ha visto ocupada esa “efectiva” antesala, por una praxis de la prepotencia; obtusas lógicas ideales ya mohosas; manifestaciones socarronas; verdaderos escopetazos al aire, semánticamente violentistas hacia lo que otredades despliegan. Vemos acaso, pregunto, una solicitud predispuesta, un detenimiento en lo que son las cosas de la vida, la historia, el acontecimiento mutuo que dispensan el firmamento, los terruños, lo divino y lo humano. Andando van cual apresuramiento desvergonzado, cual promiscuos manoseadores de todo lo que circula. No alcanzan a recogerse sobre sí y ya se desaguan sin pudor alguno, son inexcusablemente afuera, publicitarios.
En parte, algunos adolescentes nuestros, y no me privo de comentarlo, si no son ya suaves y vergonzosos, menos serán dieciochescos dramas, dolidas congojas románticas, simbólicos ensayistas. Entraron, me parece, a ser hoy un patético esnobismo superficialmente chic y automatizado. No hacen otra cosa que tomarse el mundo con saciedad, con un dejo de arrogante fastidio. Su única moderación, es mostrarse en nada intencionados. Pasan de estar como pésimos actos de lo estético, cuales lerdos nuncios del pastiche. Qué decir sobre esos esquemas “humanistas” que sacan a luz, caracterizados por ser retóricamente risibles y fuera de lo que sería su ámbito real-político, puesto que en semejanza al Asterión borgiano, no se interesan en la común unión de los más cercanos. Asaltan, con “impaciencia generosa”, todo lo que encuentren frívolo o sensato. Tradición alguna ni quiebre literario los traspasa. Ningún decir poético los sitúa, ya sea como plagiarios, pasatistas o malditos. Aunque parecen libertas aves en vuelo, son prisioneros de sí mismos. Tal vez porque todo para ellos es un dejar pasar el tiempo, andarse sin medidas, sin disposición por entre las cosas. En cierto punto, por esa congénita extrañeza con lo temporalmente im-propio, haciéndolos sepultureros natos de sus mayores; sobre todo de la historia íntima. Qué sabrá aquel de lo que es vivirse-la-vida, si el tiempo no le pesa, no le es cuestión, no lo siente como un “arpón en mitad de la espalda”.
A lo que voy no es a cuestionar la sutileza y frescuras que pueden acarrear el quiebre o la mezcolanza presentes hoy entre los y las adolescentes. Es la cerrazón al acatamiento y la total desvergüenza suyas, lo que nos pone en guardia. Cómo vas a desentrañar si no has obedecido, escuchado, es más, ruborizado con eso que se te interpone frente a los ojos.
Cuando el estarse y sus efectos, sean citadinos o extraordinarios, se descubren pregnados de una voluntad bañada de la más artera ansia de poderío, y que parte y concluye en uno mismo, la cosa da que hablar.
Si un sector de nuestras adolescencias no “son” lo arriba planteado, llámenme ciego guía de ciegos. Dejamos de lado, en cierto modo por el trazo mítico con el que pintan el mundo actual, pues, esos notables voluntarismos presentes (quizá, eso sí, por aprobación social), también aquellas conciencias neo-, post- o anti- de quién sabe qué. Es más, no nos hemos referido siquiera a ellos, los observados en este escrito, mas a nosotros sus contemporáneos. Los cuales no buscamos ya adverar fenómenos o ambientes para el discernimiento o la audiencia de los tiempos sidos, de lo que hay y no-hay, lo tangible y los misterios. Bien quizá porque nos hemos dejado arrastrar por solipsismos liberales, o progresismos a la medida de nuestros intereses nativos, comunitarios, universales. Despreocupando así el nomos, la manera en que cogemos, nos ocupamos del mundo en su autenticidad.
Henos aquí, los espectadores voluntarios, con algunas jóvenes lindezas que no saben lo que es tomarse la vida en rubor, atender huellas, o, arrobarse como un “amasijo fatal de sangre y lágrimas”.
¿Serán estas generaciones desvergonzadas, las cuales Nietzsche esperaba como los advenimientos disímiles a la hipocresía histórica de occidente? Por cierto que no, ya que nada ostentan en audacia, fortaleza e ironía. Y al no reconocer al error –sea propio o colecto– a modo de una condicionante del vivir, no se instalan, a Dios gracias, ni más allá ni más acá del bien o el mal; o sea, en nada, en nadie, de nadie (die Nichts-), y aunque quieran ellos mismos figurarse que son rosal, empero, son rosa de nada (die Niemandsrose).
Rolando A. Mancilla, Licenciado en Comunicación