La muerte de Gonzalo Rojas* (1917-2011) cierra un siclo en la poesía moderna de habla española: el de la literaturización de la vida cotidiana (poesía que hacía de la poesía tema, y del creador, protagonista). Visto así, la perdida es considerable; la lamentación, sin embargo, debe ceder terreno a la celebración de sus conquistas poéticas. El legado de Gonzalo Rojas confirma la madurez y modernidad de un idioma que había visto sus más grandes manifestaciones literarias en el siglo XVII para caer luego en una larga monotonía protegida por gramáticos y puristas del lenguaje. La poesía en lengua española era, hasta la segunda mitad del siglo XIX, una expresión parca y acartonada (salvo algunas excepciones, como la poesía gauchesca), que yacía a la espera de alguna revuelta radical. Y la revolución se gestó en la pluma de un hablante lejano, hijo de un pueblo “sin prosapia literaria”: Ruben Darío. Con la publicación de “Azul…” en 1888 todo cambia. Los poetas siguen escribiendo en español, pero este de pronto parece otro idioma. La flexibilidad formal da paso a la exploración existencial. En menos de cuarenta años vemos erigirse imponentes montañas verbales: “Prosas Profanas”, “Lascas”(Salvador Díaz Mirón, Mexicano) “Lunario sentimental”, “Sangre devota”, “Los Heraldos negros”, “Zozobra”, “Trilce” (de Cesar Vallejos, Peruano) “20 Poemas de amor y una canción desesperada”, “Residencia en la tierra”. Lo que antes parecía un sitio eriazo de pronto se convirtió en un campo florido. La tradición era el mismo presente.
Gonzalo Rojas comienza su obra cuando la poesía era ya un fruto maduro y múltiple. Las estridencias de las vanguardias se había dispersado, pero permanecían algunas de sus exploraciones y resonancias. El surrealismo representó, para los jóvenes poetas de América Latina, un movimiento que no precisaba de ancestros ilustres ni de maestros autoritarios: cada cual podía lanzarse al ruedo y hacer de su ser la fuente de su creación. La trascendencia se encontraba en las propias limitaciones humanas. Esta revelación alimenta las páginas de “Las miserias del hombre” (1948), el primer libro de Gonzalo Rojas y se proyecta “reescribiéndose” en los siguientes: “Contra la muerte” (1964), “Del relámpago” (1984), “Río Turbio” (1996), separándolo de esa ortodoxia creativa que conlleva los “ismos” (oposición) (en su caso: superando la existencia formativa de La mandrágora, el grupo surrealista chileno conformado por Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa).
La unidad, o mejor dicho, la aspiración a la unidad es la fuerza que impulsa el registro poético de Gonzalo Rojas; el esfuerzo, sin embargo, no conduce a la reducción sino a la variación. Un poema de “las miserias del hombre” es ya otro en “Contra la muerte” (pienso en la extraordinaria mutación de “Los cobardes” a “Los letrados”. Así, Gonzalo Rojas se convierte en el mejor lector de Gonzalo Rojas, y su poesía se transforma en conocimiento de lo poético, en exploración del erotismo y en una profunda reflexión sobre nuestra condición mortal efímera.
La renovación de la poesía hispanoamericana, que se dio a la par del boom narrativo en los sesenta, tuvo en Gonzalo Rojas a un personaje central: el lazo entre las voces mayores y la disidencia juvenil, el punto de encuentro entre la poesía refinada y la de protesta. La experimentación posterior dispersó a las nuevas voces en infinidad de artilugios y simulacros, unos magistralmente logrados, otros: simples escenificaciones de protagonismos; pero la composición, la larga composición de Gonzalo permaneció y nos dio obras de la talla de “La almohada de Quevedo” o “Carta a Huidobro”. Rojas siguió un poeta presente, contemporáneo. Recuerdo haberlo visto leer sus poemas, emocionado, como si fuera la primera vez, en la Casa Central de la Universidad de Chile, junto a José Emilio Pacheco al despuntar el año 2000. Recitaba “¿Qué se ama cuando se ama?”, como si acabara de escribirlo: y de hecho sonaba nuevo, fresco, como si esa duda existencial y amorosa estuviera mas que presente en pleno siglo XXI.
Era el poeta que deseaba hacer literario lo personal e íntimo (y no volver público lo privado como suelen hacerlo muchos poetas ahora).
En uno de sus últimos poemas, “Pacto con Teillier”, Gonzalo Rojas despide al gran poeta lárico así: “dipso y mágico hasta el fin entre los últimos/ alerces que no van quedando, -yo/ también soy alerce y sé lo que digo!…” Los manuales de botánica definen al alerce como el ciprés patagónico, el árbol guardian de las veredas y de los estros, tal como los grandes poetas que van a la vera del mundo, cuidando y cantando el paso de los hombres y mujeres por la tierra. La poesía de Gonzalo Rojas es uno de los pocos alerces que quedan ya en el desolado panorama de la literatura actual.
*GONZALO ROJAS, profesor, poeta, nació en Lebu en el año 1917, hijo de don Juan Antonio Rojas obrero minero y de doña Celia Pizarro.

Por VÍCTOR BARRERA ENDERLE* Ensayista y crítico literario. Premio Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes” México. Actualmente: Director de la revista Armas y Letras. México.

El Fortín del Estrecho