No era Atila rey pero dejaba, al pasar, el sobrecogedor enigma de la oscura raíz que lo congregaba.
Se llamaba Celso Atanasio Quibián.
El mediodía caía a plomo sobre la decrepitud de la azotea en uno de esos domingos, abúlicos y despejados, de rúas polvorientas y gatos calcinados al sol, donde hasta las púas de los cardos, empezaban a humear.
Desde su escondrijo cateaba los avatares del relevo, aguzando el oído, a fin de escuchar la trápala de los gendarmes que tenían sitiada la tapera para verlo aparecer en cualquier mal parido instante. Un denso hedor de aguas estancadas en los albañales y los voraces zancudos, que se refregaban contra sus múltiples rasmilladuras, le revolvían el estómago y parecía que, en la atosigante canícula, estaban feneciendo todos los hombres de la tierra.
-Al menos en Villa Devoto, me aguardan a la sombrita – bromeó con una risa cachonda- , y de vez en cuando, me sacaban a dar “la vuelta del perro”. Además, había jergón, comida; y estaba a un paso de la condicional. En cambio, aquí nadie me tirará un mango para manyar la polenta.
De anochecida sería distinto. Después de la última ronda policial, y cuando el escuadrón se adormeciera irreflexivamente víctima del letargo, se dejaría caer donde la Charo amparándose
en las moles del bajío.
-En balde cantan los triles… ¡en balde cantan los triles! –gritó.
-De allá provino la voz. Cubran la retaguardia, – reaccionó violentamente el oficial, con una mueca de odio-. “En nombre de la ley, reo Celso Atanasio Quibián, dése por muerto si no se entrega. ¡Con las manos arriba!”
Oyó el taconeo del prepotente trajín y, simultáneamente, los disparos de un 22 Homet con mira telescópica de dos poderes. Y las murtillas silvestres se le figuraron enormes llampos de sangre coagulada y ardiente. Por asociación de ideas, se llevó la mano al corazón: resoplaba como el fuelle de una fragua.
-Falsa alarma comisario, ¿una matufiada! Seguramente el chillido de los queltehues o el aullar del coyote. Observe que las reses ya están moviendo los pastos.
Entre ladino y menoscabado, insistió:
-“En nombre de la ley, reo Celso Atanasio Quibián, dése por muerto si no se entrega. ¡Con las manos arriba!”
Y otra vez los disparos en ese domingo, abúlico y despejado, de rúas polvorientas y gatos calcinados al sol.
Con meticulosa calma, midiendo cada pulgada, se agazapó más aún en los tejados de la tapera.
-Lujuria es hacer las cosas con lujo de detalles…con lujo de detalles… (Como decían en Caseros, antes de una evasión); lujuria es… es…
La luz ya muy inclinada sobre el horizonte, daba sesgo en el frontispicio y, a sus espaldas, una ancha franja rosmarina pincelaba los andurriales.
-Para que, el cabrón, ya cruzó la raya, A estos desgraciados nunca se los agarra vivos. “¡Orden de alistar. Dentro de una hora montaremos!”
Fue la hora más larga en la existencia de  Celso Atanasio Quibián.
La huída le llegaría humedecida por el frescor vespertino y el parloteo gemebundo de las torcazas; con ambrosía de hontanar, vino y mujeres… y vidalitas. De pronto le desagradó la idea hasta sentir un resabio amargo en el paladar. De los cuarenta años que cumplía, más de la mitad había transcurrido entre las rejas de los diferentes penales de la república; ese era su hábitat, ningún otro le acomodaba. Sólo una semana, de matrero, y ya no sabía qué hacer con su libertad: ¡tan pesada cadena era!
Los gendarmes se alejaban demasiado. Vislumbraba sus siluetas, cancinas y agobiada, hundiéndose en la enormidad pampeana, repechando suaves lomajes y, en un irrefrenable, desesperado impulso, corrió tras ellos gesticulando como un poseso, moviendo los brazos en una danza macabra (especie de calistenia), y dando traspiés; ebrio de felicidad por la decisión tomada.
-“¡Comisario!… ¡Comisario!…Celso Atanasio Quibián regresará con usted”.
Caía la noche, súbitamente, sin su collar de estrellas. El croar de las ranas, y la distancia entremedias, tergiversaban palabras e intenciones. Aguijoneando el zaino, para iniciar el envión del galope, partió embalado al encuentro de la voz. “-Quién quiera que sea, por orden de la ley, deténgase o disparo!”
Siguió corriendo, con el mismo ímpetu de un toro arremetiendo contra la banderilla.
-“Último aviso. ¡Deténgase o disparo!”
Celso Atanasio Quibián cayó herido de muerte.
-Lo dicho. A estos desgraciados nunca se los agarra vivos.
 Por esta vez, al afirmarlo, lentos lagrimones surcaron el curtido rostro del comisario.     

Desenka Vukasovic, Magallánica

El Fortín del Estrecho